A veces, cuando las arrugas en mis manos comienzan a indicarme que he pasado demasiado tiempo inmóvil surge en mi la idea dormir al pie de algún ciprés o un abedul hasta que mis huesos se pulvericen y sean dispersados por la espiral en las suelas de los zapatos de incontables caminantes, volverme uno con ella, pero un escalofrío recorre mi cuello ante la idea de dejar un suerpo insepulto y descarto tan ominoso pensamiento al al ritmo que vuelvo a andar, inseguro de mi destino, pero con la certeza de la inmortalidad siempre y cuando siga en mi búsqueda.
Hay momentos aciagos en los cuales la angustia pone sus manos broncíneas sobre mi corazón y aprieta con fuerza, entonces trato de recordar la historia que mi bisabuela solía contarme acerca de aquel guerrero que un día salió de la espiral para convertirse en emperador y extender los límites del reino más allá de los de las desconocidas tierras de oriente, fue dueño del palacio más grande y lujoso jamás visto, y tomó como esposa a una princesa árabe tan bella como el lucero matutino; la historia decía que en sus ojos podía verse la sabiduría infinita del Dios y que incluso los árboles se inclinaban ante su presencia, pero que ¡ay! su corazón albergaba una tristeza que ni el más exquisito jarabe de rosas podía curar. Un día, para desgracia de su reino y sus súbditos, el monarca desapareció, los hijos de su reino, presas de la confusión cayeron sin oponer mucha resistencia ante los barbáricos conquistadores del norte.
Yo no busco los conocimientos ilimitados de aquel antiguo emperador cuyo nombre ya nadie recuerda salvo ancianos chochos, que cuentan la historia como si fuera un cuento de hadas. Tampoco busco poder o riquezas, fui puesto aquí como un castigo, exiliado a una prisión eterna para mi cuerpo y mi alma, destinado a caminar en la espiral hasta purgar mis culpas, hasta que mi nombre sea olvidado y los cuerpas de todos aquellos a quienes amé se hayan convertido en polvo. Quizá en algún momento, cuando el miedo a la muerte sea sobrepasado por mi desesperación y mi esperanza se pierda por siempre en el pozo del olvido, me acueste a dormir en un corredor hasta que mi nombre sea borrado del libro de la vida. Quizás para entonces Dios mismo haya olvidado mis pecados y Azrael me invite a entrar al paraíso a bañarme en sus ríos de miel y a gozar de los placeres de setenta vírgenes solo para mí, pero esa idea aún me parece demasiado descabellada.
Imagen cortesía de Lord-Chernobill.