viernes, enero 05, 2007

Acerca de las espirales

El problema principal con las espirales es nunca saber la dirección en la que uno transita. Una vez me encontré, cerca del cacto con siete bifurcaciones --es imposible medir la distancia en las espirales, los antiguos lo sabían y colocaron plantas en lugares determinados como punto de referencia: aquí un sauce llorón cuyo descuidado jardinero ha dejado crecer las ramas tanto que atravesar ese segmento de la espiral es como adentrarse en un mar de verde, allá un insignificante brote de eneldo, imperceptible para cualquiera quien no sepa donde mirar-- con un guerrero Otomano aún bañado en la sangre de una anónima batalla, algún demonio malicioso le había engañado para entrar aquí con la idea de llegar a su tierra natal más rápidamente que si cruzase el mediterráneo, pero había recorrido ya ochocientas cincuenta plantas y aún no llegaba a la salida. Me preguntó en el lenguaje de los antiguos si sabía cuantos árboles había recorrido hasta llegar allí, le respondí que no sabía, pero que ese era mi sexagésimo día de caminata. Él se molestó, luego se alejó murmurando en su lengua algo acerca de la imposibilidad de medir el tiempo en aquel lugar, también me pareció haberlo escuchado maldecir antes de perderse de vista.

A veces, cuando las arrugas en mis manos comienzan a indicarme que he pasado demasiado tiempo inmóvil surge en mi la idea dormir al pie de algún ciprés o un abedul hasta que mis huesos se pulvericen y sean dispersados por la espiral en las suelas de los zapatos de incontables caminantes, volverme uno con ella, pero un escalofrío recorre mi cuello ante la idea de dejar un suerpo insepulto y descarto tan ominoso pensamiento al al ritmo que vuelvo a andar, inseguro de mi destino, pero con la certeza de la inmortalidad siempre y cuando siga en mi búsqueda.

Hay momentos aciagos en los cuales la angustia pone sus manos broncíneas sobre mi corazón y aprieta con fuerza, entonces trato de recordar la historia que mi bisabuela solía contarme acerca de aquel guerrero que un día salió de la espiral para convertirse en emperador y extender los límites del reino más allá de los de las desconocidas tierras de oriente, fue dueño del palacio más grande y lujoso jamás visto, y tomó como esposa a una princesa árabe tan bella como el lucero matutino; la historia decía que en sus ojos podía verse la sabiduría infinita del Dios y que incluso los árboles se inclinaban ante su presencia, pero que ¡ay! su corazón albergaba una tristeza que ni el más exquisito jarabe de rosas podía curar. Un día, para desgracia de su reino y sus súbditos, el monarca desapareció, los hijos de su reino, presas de la confusión cayeron sin oponer mucha resistencia ante los barbáricos conquistadores del norte.

Yo no busco los conocimientos ilimitados de aquel antiguo emperador cuyo nombre ya nadie recuerda salvo ancianos chochos, que cuentan la historia como si fuera un cuento de hadas. Tampoco busco poder o riquezas, fui puesto aquí como un castigo, exiliado a una prisión eterna para mi cuerpo y mi alma, destinado a caminar en la espiral hasta purgar mis culpas, hasta que mi nombre sea olvidado y los cuerpas de todos aquellos a quienes amé se hayan convertido en polvo. Quizá en algún momento, cuando el miedo a la muerte sea sobrepasado por mi desesperación y mi esperanza se pierda por siempre en el pozo del olvido, me acueste a dormir en un corredor hasta que mi nombre sea borrado del libro de la vida. Quizás para entonces Dios mismo haya olvidado mis pecados y Azrael me invite a entrar al paraíso a bañarme en sus ríos de miel y a gozar de los placeres de setenta vírgenes solo para mí, pero esa idea aún me parece demasiado descabellada.


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Imagen cortesía de Lord-Chernobill.