Estos últimos días ha estado lloviendo y las escaleras de la oficina tienen una fama mortal por su inexplicable característica para convertirse, cuando están mojadas, en una superficie más resbalosa que el hielo rociado con aceite y cubierto con cáscaras de plátano; y pues ayer en la madrugada la expresión gringa que corona este post adquirió un sentido bastante literal: alrededor de las dos de la mañana comenzamos a descargar unos arreglos de discos que recién habíamos traído de Cd. del Carmen, donde estaban a préstamo, conociendo de antemano el extraño fenómeno físico-químico de la escalera mojada, tratamos de secarla lo más que pudimos, descargamos los ocho shelves sin contratiempo alguno, y cuando bajábamos la escalera para disponernos a regresar a nuestras respectivas y abrigadoras camas para unas pocas horas de sueño reparador, mi pie resbaló y caí de sentón, resbalando casi cinco escalones... Lo malo de esas caídas no es lo doloroso, sino el volverse el chiste del día cuando todos ven que estás bien, y aunque sé reírme de mí mismo, mi orgullo está tan apabullado como mi trasero y ambos me duelen cuando me siento a escribir esto... ouch.
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